24.6.10
16.6.10
Herramientas y simulacros
Sin necesidad de referirse a conocidas teorías psicológicas «perceptivistas», existe un fenómeno que debería resultar evidente a cualquier persona: el hecho de que sigamos presionados a distinguir —dentro del tejido indiferenciado de las infinitas solicitaciones visuales que nos esculpen— determinadas configuraciones —llamémoslas puras Gestalten— que prevalecen sobre muchas otras.
Todo aquel que haya prestado un mínimo de atención a las modalidades de su percepción visual se habrá dado cuenta de que es empujado a dar primacía a algunos objetos en el panorama que lo rodea, tanto si se trata de los componentes de una habitación, como de un oficio o un paisaje rural o metropolitano desplazado.
Diciendo «objeto», naturalmente quiero decir un lápiz, un reloj, una silla, un teléfono; pero también una piedra pulida, una colmena, un nido, etc.. En otras palabras, existe un mundo de los objetos (bastante diferente de aquel «systeme des objets» del que Baudrillard se ocupo en su momento), constituido por aquel conjunto de elementos naturales y artificiales, industriales y artesanales, sin los que nuestra propia existencia carecería de significado porque dejaría de tener «un punto de referencia» e incluso —por lo que respecta a cada individuo— la satisfacción de considerarse, a su vez, «creador de objetos- como la Divinidad o el Azar.
(...)
He aquí' que es justamente la coherencia lo que nos induce a privilegiar las formaciones que consideramos «objetos»; y es quizás justamente la incoherencia lo que, ocasionalmente, caracteriza ciertos «objetos artísticos» que pueden ser configuraciones no funcionales, «superfluas», pero intrínsecamente delicadas.
En consecuencia: nosotros vivimos entre objetos, nos sentimos atraídos estéticamente —y también sentimentalmente— por ellos, y sobre todo los transformamos muy a menudo en elementos simbólicos —receptáculos de recuerdos, vehículos de pasiones o incluso, mas a menudo de lo que se piensa, dotados de potencialidades «mágicas»: propiciatorias o apotropaicas.
(...)
El hecho de que muchos de los primitivos utensilios creados (o encontrados) por el hombre —silex, puntas de flecha de obsidiana, etc. — tuvieran, además de la función especifica de cortar, pinchar, matar, una función que no podemos dejar de definir como estética o simbólica provoca que esta doble o triple función del objeto, tanto natural como, en un segundo momento, ^artificial", sea indispensable y deba ser considerada con atención. Esto explica también por que, aun en nuestros días, se produce a menudo una sacralización supersticiosa de determinados objetos familiares (tal vez provenientes de los padres o de los abuelos) que puede ser por razones afectivas o por una especie de coleccionismo ancestral. De esta forma muchos de estos objetos domésticos pueden ser investidos de un particular poder —constituido por el conjunto de tradiciones y ceremonias consagradas por el uso— y así permitir que no se pierda, por parte de quien los posee, la capacidad de utilizarlos de la mejor forma, como pasaba a quien, en tiempos lejanos, utilizaba las herramientas de trabajo, las armas o los simulacros mágicos.
[Gillo Dorfles; Objeto natural, objeto artificial.]
Todo aquel que haya prestado un mínimo de atención a las modalidades de su percepción visual se habrá dado cuenta de que es empujado a dar primacía a algunos objetos en el panorama que lo rodea, tanto si se trata de los componentes de una habitación, como de un oficio o un paisaje rural o metropolitano desplazado.
Diciendo «objeto», naturalmente quiero decir un lápiz, un reloj, una silla, un teléfono; pero también una piedra pulida, una colmena, un nido, etc.. En otras palabras, existe un mundo de los objetos (bastante diferente de aquel «systeme des objets» del que Baudrillard se ocupo en su momento), constituido por aquel conjunto de elementos naturales y artificiales, industriales y artesanales, sin los que nuestra propia existencia carecería de significado porque dejaría de tener «un punto de referencia» e incluso —por lo que respecta a cada individuo— la satisfacción de considerarse, a su vez, «creador de objetos- como la Divinidad o el Azar.
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He aquí' que es justamente la coherencia lo que nos induce a privilegiar las formaciones que consideramos «objetos»; y es quizás justamente la incoherencia lo que, ocasionalmente, caracteriza ciertos «objetos artísticos» que pueden ser configuraciones no funcionales, «superfluas», pero intrínsecamente delicadas.
En consecuencia: nosotros vivimos entre objetos, nos sentimos atraídos estéticamente —y también sentimentalmente— por ellos, y sobre todo los transformamos muy a menudo en elementos simbólicos —receptáculos de recuerdos, vehículos de pasiones o incluso, mas a menudo de lo que se piensa, dotados de potencialidades «mágicas»: propiciatorias o apotropaicas.
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El hecho de que muchos de los primitivos utensilios creados (o encontrados) por el hombre —silex, puntas de flecha de obsidiana, etc. — tuvieran, además de la función especifica de cortar, pinchar, matar, una función que no podemos dejar de definir como estética o simbólica provoca que esta doble o triple función del objeto, tanto natural como, en un segundo momento, ^artificial", sea indispensable y deba ser considerada con atención. Esto explica también por que, aun en nuestros días, se produce a menudo una sacralización supersticiosa de determinados objetos familiares (tal vez provenientes de los padres o de los abuelos) que puede ser por razones afectivas o por una especie de coleccionismo ancestral. De esta forma muchos de estos objetos domésticos pueden ser investidos de un particular poder —constituido por el conjunto de tradiciones y ceremonias consagradas por el uso— y así permitir que no se pierda, por parte de quien los posee, la capacidad de utilizarlos de la mejor forma, como pasaba a quien, en tiempos lejanos, utilizaba las herramientas de trabajo, las armas o los simulacros mágicos.
[Gillo Dorfles; Objeto natural, objeto artificial.]
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